viernes, 28 de agosto de 2009

28 DE AGOSTO: MEMORIA OBLIGATORIA DE SAN AGUSTÍN, OBISPO Y DOCTOR DE LA IGLESIA



AUDIENCIA GENERAL DEL MIÉRCOLES 9 DE ENERO DE 2008 DE BENEDICTO XVI

Queridos hermanos y hermanas:
Después de las grandes festividades navideñas, quisiera volver a meditar sobre los padres de la Iglesia y hablar hoy del padre más grande de la Iglesia latina, san Agustín: hombre de pasión y de fe, de elevadísima inteligencia y de incansable entrega pastoral. Este gran santo y doctor de la Iglesia es conocido, al menos de nombre, incluso por quien ignora el cristianismo o no tiene familiaridad con él, por haber dejado una huella profundísima en la vida cultural de Occidente y de todo el mundo.
Por su singular relevancia, san Agustín tuvo una influencia enorme y podría afirmarse, por una parte, que todos los caminos de la literatura cristiana latina llevan a Hipona (hoy Anaba, en la costa de Argelia), localidad en la que era obispo y, por otra, que de esta ciudad del África romana, en la que Agustín fue obispo desde el año 395 hasta 430, parten muchas otras sendas del cristianismo sucesivo y de la misma cultura occidental.
Pocas veces una civilización ha encontrado un espíritu tan grande, capaz de acoger los valores y de exaltar su intrínseca riqueza, inventando ideas y formas de las que se alimentarían las generaciones posteriores, tal y como subrayó también Pablo VI: «Se puede decir que todo el pensamiento de la antigüedad confluye en su obra y de esa se derivan corrientes de pensamiento que penetran toda la tradición doctrinal de los siglos sucesivos» (AAS, 62, 1970, p. 426).
Agustín es, además, el padre de la Iglesia que ha dejado el mayor número de obras. Su biógrafo, Posidio, dice: parecía imposible que un hombre pudiera escribir tanto en vida. En un próximo encuentro hablaremos de estas obras. Hoy nuestra atención se concentrará en su vida, que puede reconstruirse con sus escritos, y en particular con las «Confesiones», su extraordinaria biografía espiritual escrita para alabanza de Dios, su obra más famosa.
Las «Confesiones» constituyen precisamente por su atención a la interioridad y a la psicología un modelo único en la literatura occidental, y no sólo occidental, incluida la no religiosa, hasta la modernidad.
Esta atención por la vida espiritual, por el misterio del yo, por el misterio de Dios que se esconde en el yo, es algo extraordinario, sin precedentes, y permanece para siempre como una «cumbre» espiritual.
Pero, volvamos a su vida. Agustín nació en Tagaste, en la provincia de Numidia, en el África romana, el 13 de noviembre de 354, hijo de Patricio, un pagano que después llegó a ser catecúmeno, y de Mónica, fervorosa cristiana.
Esta mujer apasionada, venerada como santa, ejerció en su hijo una enorme influencia y le educó en la fe cristiana. Agustín había recibido también la sal, como signo de la acogida en el catecumenado. Y siempre quedó fascinado por la figura de Jesucristo; es más, dice que siempre amó a Jesús, pero que se alejó cada vez más de la fe eclesial, de la práctica eclesial, como les sucede también hoy a muchos jóvenes.
Agustín tenía también un hermano, Navigio, y una hermana, de la que desconocemos el nombre y que, tras quedar viuda, se convirtió en superiora de un monasterio femenino.
El muchacho, de agudísima inteligencia, recibió una buena educación, aunque no siempre fue estudiante ejemplar. De todos modos, aprendió bien la gramática, primero en su ciudad natal, y después en Madaura y, a partir del año 370, retórica, en Cartago, capital del África romana: llegó a dominar perfectamente el latín, pero no alcanzó el mismo nivel en griego, ni aprendió el púnico, lengua que hablaban sus paisanos.
En Cartago, Agustín leyó por primera vez el «Hortensius», obra de Cicerón que después se perdería y que se enmarca en el inicio de su camino hacia la conversión. El texto ciceroniano despertó en él el amor por la sabiduría, como escribirá siendo ya obispo en las «Confesiones»: «Aquel libro cambió mis sentimientos» hasta el punto de que «de repente todas mis vanas esperanzas se envilecieron ante mis ojos y empecé a encenderme en un increíble ardor del corazón por una sabiduría inmortal» (III, 4, 7).
Pero, dado que estaba convencido de que sin Jesús no puede decirse que se ha encontrado efectivamente la verdad, y dado que en ese libro apasionante faltaba ese nombre, nada más leerlo comenzó a leer la Escritura, la Biblia. Quedó decepcionado. No sólo porque el estilo de la traducción al latín de la Sagrada Escritura era deficiente, sino también porque el mismo contenido no le pareció satisfactorio.
En las narraciones de la Escritura sobe guerras y otras vicisitudes humanas no encontraba la altura de la filosofía, el esplendor de la búsqueda de la verdad que le es propio. Sin embargo, no quería vivir sin Dios y buscaba una religión que respondiera a su deseo de verdad y también a su deseo de acercarse a Jesús.
De esta manera, cayó en la red de los maniqueos, que se presentaban como cristianos y prometían una religión totalmente racional. Afirmaban que el mundo está dividido en dos principios: el bien y el mal. Y así se explicaría toda la complejidad de la historia humana. La moral dualista también le atraía a san Agustín, pues comportaba una moral muy elevada para los elegidos: y para quien, como él, adhería a la misma era posible una vida mucho más adecuada a la situación de la época, especialmente si era joven.
Se hizo, por tanto, maniqueo, convencido en ese momento de que había encontrado la síntesis entre racionalidad, búsqueda de la verdad y amor a Jesucristo. Y sacó una ventaja concreta para su vida: la adhesión a los maniqueos abría fáciles perspectivas de carrera. Adherir a esa religión, que contaba con muchas personalidades influyentes, le permitía seguir su relación con una mujer y continuar con su carrera.
De esta mujer tuvo un hijo, Adeodato, al que quería mucho, sumamente inteligente, que después estaría presente en su preparación al bautismo en el lago de Como, participando en esos «Diálogos» que san Agustín nos ha dejado. Por desgracia, el muchacho falleció prematuramente.
Siendo profesor de gramática en torno a los veinte años, en su ciudad natal, pronto regresó a Cartago, donde se convirtió en un brillante y famoso maestro de retórica. Con el pasar del tiempo, sin embargo, Agustín comenzó a alejarse de la fe de los maniqueos, que le decepcionaron precisamente desde el punto de vista intelectual, pues eran incapaces de resolver sus dudas, y se transfirió a Roma, y después a Milán, donde residía en la corte imperial y donde había obtenido un puesto de prestigio, por recomendación del prefecto de Roma, el pagano Simaco, que era hostil al obispo de Milán, san Ambrosio.
En Milán, Agustín se acostumbró a escuchar, en un primer momento con el objetivo de enriquecer su bagaje retórico, las bellísimas predicaciones del obispo Ambrosio, que había sido representante del emperador para Italia del norte. El retórico africano quedó fascinado por la palabra del gran prelado milanés; no sólo por su retórica. El contenido fue tocando cada vez más su corazón.
El gran problema del Antiguo Testamento, la falta de belleza retórica, de nivel filosófico, se resolvió con las predicaciones de san Ambrosio, gracias a la interpretación tipológica del Antiguo Testamento: Agustín comprendió que todo el Antiguo Testamento es un camino hacia Jesucristo. De este modo, encontró la clave para comprender la belleza, la profundidad incluso filosófica del Antiguo Testamento y comprendió toda la unidad del misterio de Cristo en la historia, así como la síntesis entre filosofía, racionalidad y fe en el Logos, en Cristo, Verbo eterno, que se hizo carne.
Pronto, Agustín se dio cuenta de que la literatura alegórica de la Escritura y la filosofía neoplatónica del obispo de Milán le permitían resolver las dificultades intelectuales que, cuando era más joven, en su primer contacto con los textos bíblicos, le habían parecido insuperables.
Agustín continuó la lectura de los escritos de los filósofos con la de la Escritura, y sobre todo de las cartas de san Pablo. La conversión al cristianismo, el 15 de agosto de 386, se enmarcó por tanto al final de un largo y agitado camino interior, del que seguiremos hablando en otra catequesis. El africano se mudó al campo, al norte de Milán, al lago de Como, con su madre, Mónica, el hijo Adeodato, y un pequeño grupo de amigos, para prepararse al bautismo. De este modo, a los 32 años, Agustín fue bautizado por Ambrosio el 24 de abril de 387, durante la vigilia pascual en la catedral de Milán.
Tras el bautismo, Agustín decidió regresar a África con sus amigos, con la idea de llevar vida en común, de carácter monástico, al servicio de Dios. Pero en Ostia, mientras esperaba para embarcarse, su madre se enfermó improvisamente y poco después murió, destrozando el corazón del hijo.
Tras regresar finalmente a su patria, el convertido se estableció en Hipona para fundar un monasterio. En esa ciudad de la costa africana, a pesar de resistirse a la idea, fue ordenado presbítero en el año 391 y comenzó con algunos compañeros la vida monástica en la que estaba pensado desde hace algún tiempo, repartiendo su tiempo entre la oración, el estudio y la predicación.
Quería estar sólo al servicio de la verdad, no se sentía llamado a la vida pastoral, pero después comprendió que la llamada de Dios significaba ser pastor entre los demás y así ofrecer el don de la verdad a los demás. En Hipona, cuatro años después, en el año 395, fue consagrado obispo.
Continuando con la profundización en el estudio de las Escrituras y de los textos de la tradición cristiana, Agustín se convirtió en un obispo ejemplar con un incansable compromiso pastoral: predicaba varias veces a la semana a sus fieles, ayudaba a los pobres y a los huérfanos, atendía a la formación del clero y a la organización de los monasterios femeninos y masculinos.
En poco tiempo, el antiguo profesor de retórica se convirtió en uno de los exponentes más importantes del cristianismo de esa época: sumamente activo en el gobierno de su diócesis, con notables implicaciones también civiles, en sus más de 35 años de episcopado, el obispo de Hipona ejerció una amplia influencia en la guía de la Iglesia católica del África romana y más en general en el cristianismo de su época, afrontando tendencias religiosas y herejías tenaces y disgregadoras, como el maniqueísmo, el donatismo, y el pelagianismo, que ponían en peligro la fe cristiana en el único Dios y rico en misericordia.
Y Agustín se encomendó a Dios cada día, hasta el final de su vida: contrajo la fiebre, mientras la ciudad de Hipona se encontraba asediada desde hacía casi tres meses por vándalos invasores. El obispo, cuenta su amigo Posidio en la «Vita Augustini» pidió que le transcribieran con letra grande los salmos penitenciales «y pidió que colgaran las hojas contra la pared, de manera que desde la cama en su enfermedad los podía ver y leer, y lloraba sin interrupción lágrimas calientes» (31, 2). Así pasaron los últimos días de la vida de Agustín, quien falleció el 28 de agosto del año 430, sin haber cumplido los 76 años. Dedicaremos los próximos encuentros a sus obras, a su mensaje y a su experiencia interior.

jueves, 27 de agosto de 2009

27 DE AGOSTO: MEMORIA OBLIGATORIA DE SANTA MÓNICA



REZO DEL ÁNGELUS DE BENEDICTO XVI

Palacio pontificio de Castelgandolfo
Domingo 27 de agosto de 2006

Queridos hermanos y hermanas:
Hoy, 27 de agosto, recordamos a santa Mónica y mañana recordaremos a su hijo, san Agustín: sus testimonios pueden ser de gran consuelo y ayuda también para muchas familias de nuestro tiempo.
Mónica, nacida en Tagaste, actual Souk-Aharás, Argelia, en una familia cristiana, vivió de manera ejemplar su misión de esposa y madre, ayudando a su marido Patricio a descubrir la belleza de la fe en Cristo y la fuerza del amor evangélico, capaz de vencer el mal con el bien. Tras la muerte de él, ocurrida precozmente, Mónica se dedicó con valentía al cuidado de sus tres hijos, entre ellos san Agustín, el cual al principio la hizo sufrir con su temperamento más bien rebelde. Como dirá después san Agustín, su madre lo engendró dos veces; la segunda requirió largos dolores espirituales, con oraciones y lágrimas, pero que al final culminaron con la alegría no sólo de verle abrazar la fe y recibir el bautismo, sino también de dedicarse enteramente al servicio de Cristo.
¡Cuántas dificultades existen también hoy en las relaciones familiares y cuántas madres están angustiadas porque sus hijos se encaminan por senderos equivocados! Mónica, mujer sabia y firme en la fe, las invita a no desalentarse, sino a perseverar en la misión de esposas y madres, manteniendo firme la confianza en Dios y aferrándose con perseverancia a la oración.
En cuanto a Agustín, toda su existencia fue una búsqueda apasionada de la verdad. Al final, no sin un largo tormento interior, descubrió en Cristo el sentido último y pleno de su vida y de toda la historia humana. En la adolescencia, atraído por la belleza terrena, "se lanzó" a ella -como dice él mismo (cf. Confesiones X, 27-38)- de manera egoísta y posesiva con comportamientos que produjeron no poco dolor a su piadosa madre. Pero a través de un fatigoso itinerario, también gracias a las oraciones de ella, Agustín se abrió cada vez más a la plenitud de la verdad y del amor, hasta la conversión, ocurrida en Milán, bajo la guía del obispo san Ambrosio.
Así permanecerá como modelo del camino hacia Dios, suprema Verdad y sumo Bien. "Tarde te amé -escribe en su célebre libro de las Confesiones-, hermosura tan antigua y siempre nueva, tarde te amé. He aquí que tú estabas dentro de mí y yo fuera, y por fuera te buscaba... Estabas conmigo y yo no estaba contigo... Me llamabas, me gritabas, y rompiste mi sordera; brillaste y resplandeciste, y curaste mi ceguera" (ib.).
Que san Agustín obtenga también el don de un sincero y profundo encuentro con Cristo para todos los jóvenes que, sedientos de felicidad, la buscan recorriendo caminos equivocados y se pierden en callejones sin salida.
Santa Mónica y san Agustín nos invitan a dirigirnos con confianza a María, trono de la Sabiduría. A ella encomendamos a los padres cristianos, para que, como Mónica, acompañen con el ejemplo y la oración el camino de sus hijos. A la Virgen Madre de Dios encomendamos a la juventud a fin de que, como Agustín, tienda siempre hacia la plenitud de la Verdad y del Amor, que es Cristo: sólo él puede saciar los deseos profundos del corazón humano.

miércoles, 26 de agosto de 2009

VISITA DEL PÁRROCO DE SAN JUAN BAUTISTA DE LA CORUÑA A ARES

El pasado lunes 26 de agosto, el párroco de la Parroquia de san Juan Bautista, en el barrio de Eirís de La Coruña D. Jorge Oliveira Rey visitó Ares y presidió la misa de la tarde, fiesta de san Bartolomé. (Fotos: Celestino Fernández).



martes, 25 de agosto de 2009

MISA SOLEMNE EN HONOR A SAN CRISTÓBAL Y PROCESIÓN DE VEHÍCULOS EN ARES

El pasado domingo día 23 de agosto se celebró en la parroquia de san José de Ares la misa solemne en honor a san Cristóbal. Fue presidida por el Rector del Seminario Mayor de Santiago, D. Carlos Álvarez, y concelebraron el párroco emérito de Marín D. Ángel Saavedra y el sacerdote jubilado de la enseñanza D. Bernardo Mesías. Actuaron como acólitos los seminaristas de la diócesis de Santiago Celestino Fernández y Alberto Recarey. Cantó el Coro Parroquial de Ares. Al término de la misa tuvo lugar en el exterior del templo la bendición los vehículos y la procesión automovilística por las calles de Ares. (Fotos: Regina).









lunes, 24 de agosto de 2009

24 DE AGOSTO: FIESTA DE SAN BARTOLOMÉ APÓSTOL




BENEDICTO XVI PRESENTA LA FIGURA DEL APÓSTOL SAN BARTOLOMÉ EN LA AUDIENCIA GENERAL DEL 4 DE OCTUBRE DE 2006

Queridos hermanos y hermanas:
En la serie de los apóstoles llamados por Jesús durante su vida terrena, hoy llama nuestra atención el apóstol Bartolomé. En las antiguas listas de los doce siempre aparece antes de Mateo, mientras que cambia el nombre de quien le precede: en algunos casos es Felipe (Cf. Mateo 10,3; Marcos 3,18; Lucas 6,14) o Tomás (Cf. Hechos 1,13).
Su nombre es evidentemente patronímico, pues hace referencia explícita al nombre del padre. Se trata de un nombre de características probablemente arameas, «bar Talmay», que significa «hijo de Talmay».
No tenemos noticias importantes de Bartolomé. De hecho, su nombre aparece siempre y sólo dentro de las listas de los doce que antes he citado y, por tanto, no es el protagonista de ninguna narración. Tradicionalmente, sin embargo, es identificado con Natanael: un nombre que significa «Dios ha dado». Este Natanael era originario de Caná (Cf Juan 21,2) y, por tanto, es posible que haya sido testigo de algún gran «signo» realizado por Jesús en aquel lugar (Cf Juan 2,1-11).
La identificación de los dos personajes se debe probablemente al hecho de que Natanael, en la escena de la vocación narrada por el Evangelio de Juan, es colocado junto a Felipe, es decir, en el puesto que tiene Bartolomé en las listas de los apóstoles referidas por los demás Evangelios. A este Natanael, Felipe le había dicho que había encontrado a «ese del que escribió Moisés en la Ley, y también los profetas: Jesús el hijo de José, el de Nazaret» (Juan 1, 45).
Como sabemos, Natanel le planteó un prejuicio de mucho peso: «¿De Nazaret puede haber cosa buena?» (Juan 1,46a). Esta expresión es importante para nosotros. Nos permite ver que, según las expectativas judías, el Mesías no podía proceder de un pueblo tan oscuro, como era el caso de Nazaret (Cf. también Juan 7,42). Al mismo tiempo, sin embargo, muestra la libertad de Dios, que sorprende nuestras expectativas, manifestándose precisamente allí donde no nos lo esperamos. Por otra parte, sabemos que, en realidad, Jesús no era exclusivamente «de Nazaret», sino que había nacido en Belén (Cf. Mateo 2,1; Lucas 2,4). La objeción de Natanael, por tanto, no tenía valor, pues se fundamentaba, como sucede con frecuencia, en una información incompleta.
El caso de Natanael nos sugiere otra reflexión: en nuestra relación con Jesús, no tenemos que contentarnos sólo con las palabras. Felipe, en su respuesta, presenta a Natanael una invitación significativa: «Ven y lo verás» (Juan 1,46b). Nuestro conocimiento de Jesús tiene necesidad sobre todo de una experiencia viva: el testimonio de otra persona es ciertamente importante, pues normalmente toda nuestra vida cristiana comienza con el anuncio que nos llega por obra de uno o de varios testigos. Pero nosotros mismos tenemos que quedar involucrados personalmente en una relación íntima y profunda con Jesús.
De manera semejante, los samaritanos, después de haber escuchado el testimonio de la compatriota con la que Jesús se había encontrado en el pozo de Jacob, quisieron hablar directamente con Él y, después de ese coloquio, dijeron a la mujer: «Ya no creemos por tus palabras; pues nosotros mismos hemos oído y sabemos que éste es verdaderamente el Salvador del mundo» (Juan 4, 42).
Volviendo a la escena de la vocación, el evangelista nos dice que, cuando Jesús ve que Natanael se acerca, exclama: «Ahí tenéis a un israelita de verdad, en quien no hay engaño» (Juan 1,47). Se trata de un elogio que recuerda al texto de un Salmo: «Dichoso el hombre […] en cuyo espíritu no hay fraude» (Salmo 32,2), pero que suscita la curiosidad de Natanael, quien replica sorprendido: «¿De qué me conoces?» (Juan 1,48a). La respuesta de Jesús no se entiende en un primer momento. Le dice: «Antes de que Felipe te llamara, cuando estabas debajo de la higuera, te vi» (Juan 1,48b).
Hoy es difícil darse cuenta con precisión del sentido de estas últimas palabras. Según dicen los especialistas, es posible que, dado que a veces se menciona a la higuera como el árbol bajo el que se sentaban los doctores de la ley para leer la Biblia y enseñarla, está aludiendo a este tipo de ocupación desempeñada por Natanael en el momento de su llamada.
De todos modos, lo que más cuenta en la narración de Juan es la confesión de fe que al final profesa Natanael de manera límpida: «Rabí, tú eres el Hijo de Dios, tú eres el Rey de Israel» (Juan 1, 49). Si bien no alcanza la intensidad de la confesión de Tomás con la que concluye el Evangelio de Juan: «¡Señor mío y Dios mío!» (Juan 20,28), la confesión de Natanael tiene la función de abrir el terreno al cuarto Evangelio. En ésta se ofrece un primer e importante paso en el camino de adhesión a Cristo. Las palabras de Natanael presentan un doble y complementario aspecto de la identidad de Jesús: es reconocido tanto por su relación especial con Dios Padre, del que es Hijo unigénito, como por su relación con el pueblo de Israel, de quien es llamado rey, atribución propia del Mesías esperado.
Nunca tenemos que perder de vista ninguno de estos dos elementos, pues si proclamamos sólo la dimensión celestial de Jesús corremos el riesgo de hacer de Él un ser etéreo y evanescente, mientras que si sólo reconocemos su papel concreto en la historia, corremos el riesgo de descuidar su dimensión divina, que constituye su calificación propia.
No tenemos noticias precisas sobre la posterior actividad apostólica de Bartolomé-Natanael. Según una información referida por el historiador Eusebio en el siglo IV, un cierto Panteno habría encontrado en la India los signos de la presencia de Bartolomé (Cf. «Historia Eclesiástica», V, 10,3).
En la tradición posterior, a partir de la Edad Media, se impuso la narración de su muerte por despellejamiento, que se hizo después sumamente popular. Basta pensar en la famosísima escena del Juicio Universal de la Capilla Sixtina, en la que Miguel Ángel presentó a san Bartolomé teniendo en la mano izquierda su propia piel, en la que el artista dejó su autorretrato.
Sus reliquias son veneradas aquí, en Roma, en la Iglesia que se le ha dedicado en la Isla del Tíber, adonde habrían sido traídas por el emperador alemán Otón III en el año 983.
Concluyendo, podemos decir que la figura de san Bartolomé, a pesar de la falta de noticias, nos dice que la adhesión a Jesús puede ser vivida y testimoniada incluso sin realizar obras sensacionales. El extraordinario es Jesús, a quien cada uno de nosotros estamos llamados a consagrar nuestra vida y nuestra muerte.

viernes, 21 de agosto de 2009

21 DE AGOSTO: MEMORIA OBLIGATORIA DE SAN PÍO X, PAPA



SEGUNDO TEXTO DEL OFICIO DE LECTURA DE LA MEMORIA

San Pío X, papa

De la constitución apostólica Divino afflatu (AAS 3 [1911], 633-635)
Es un hecho demostrado que los salmos, compuestos por inspiración divina, cuya colección forma parte de las sagradas Escrituras, ya desde los orígenes de la Iglesia sirvieron admirablemente para fomentar la piedad de los fieles, que ofrecían continuamente a Dios un sacrificio de alabanza, es decir, el fruto de unos labios que confiesan su nombre, y que además, por una costumbre heredada del antiguo Testamento, alcanzaron un lugar importante en la sagrada liturgia y en el Oficio divino. De ahí nació lo que san Basilio llama «la voz de la Iglesia», y la salmodia, calificada por nuestro antecesor Urbano octavo como «hija de la himnodia que se canta asiduamente ante el trono de Dios y del Cordero», y que, según el dicho de san Atanasio, enseña, sobre todo a las personas dedicadas al culto divino, «cómo hay que alabar a Dios y cuáles son las palabras más adecuadas» para ensalzarlo. Con relación a este tema, dice bellamente san Agustín: «Para que el hombre alabara dignamente a Dios, Dios se alabó a sí mismo; y, porque se dignó alabarse, por esto el hombre halló el modo de alabarlo».
Los salmos tienen, además, una eficacia especial para suscitar en las almas el deseo de todas las virtudes. En efecto, «si bien es verdad que toda Escritura, tanto del antiguo como del nuevo Testamento, inspirada por Dios es útil para enseñar, según está escrito, sin embargo, el libro de los salmos, como el paraíso en el que se hallan (los frutos) de todos los demás (libros sagrados), prorrumpe en cánticos y, al salmodiar, pone de manifiesto sus propios frutos junto con aquellos otros». Estas palabras son también de san Atanasio, quien añade asimismo: «A mi modo de ver, los salmos vienen a ser como un espejo, en el que quienes salmodian se contemplan a sí mismos y sus diversos sentimientos, y con esta sensación los recitan». San Agustín dice en el libro de sus Confesiones: ¡Cuánto lloré con tus himnos y cánticos, conmovido intensamente por las voces de tu Iglesia que resonaba dulcemente! A medida que aquellas voces se infiltraban en mis oídos, la verdad se iba haciendo más clara en mi interior y me sentía inflamado en sentimientos de piedad, y corrían las lágrimas, que me hacían mucho bien».
En efecto, ¿quién dejará de conmoverse ante aquellas frecuentes expresiones de los salmos en las que se ensalza de un modo tan elevado la inmensa majestad de Dios, su omnipotencia, su inefable justicia, su bondad o clemencia y todos sus demás infinitos atributos, dignos de alabanza? ¿En quién no encontrarán eco aquellos sentimientos de acción de gracias por los beneficios recibidos de Dios, o aquellas humildes y confiadas súplicas por los que se espera recibir, o aquellos lamentos del alma que llora sus pecados? ¿Quién no se sentirá inflamado de amor al descubrir la imagen esbozada de Cristo redentor, de quien san Agustín «oía la voz en todos los salmos, ora salmodiando, ora gimiendo, ora alegre por la esperanza, ora suspirando por la realidad»?

ORACIÓN

Señor, Dios nuestro, que, para defender la fe católica e instaurar todas las cosas en Cristo, colmaste al papa san Pío décimo de sabiduría divina y fortaleza apostólica, concédenos que, siguiendo su ejemplo y su doctrina, podamos alcanzar la recompensa eterna. Por nuestro Señor Jesucristo, tu Hijo, que vive y reina contigo en la unidad del Espíritu Santo y es Dios por los siglos de los siglos. Amén.

jueves, 20 de agosto de 2009

20 DE AGOSTO: MEMORIA OBLIGATORIA DE SAN BERNARDO, ABAD Y DOCTOR DE LA IGLESIA




REZO DEL ÁNGELUS EN CASTEL GANDOLFO DE BENEDICTO XVI EL 20 DE AGOSTO DE 2006
Queridos hermanos y hermanas:
El calendario menciona hoy, entre los santos del día, a san Bernardo de Claraval, gran doctor de la Iglesia, quien vivió entre el siglo XI y el siglo XII (1091-1153). Su ejemplo y sus enseñanzas se revelan particularmente útiles también en nuestro tiempo. Habiéndose retirado del mundo tras un período de intensa agitación interior, fue elegido abad del monasterio cisterciense de Claraval a la edad de 25 años, permaneciendo en su guía durante 38 años, hasta su muerte. La entrega al silencio y a la contemplación no le impidió desempeñar una intensa actividad apostólica. Fue también ejemplar en el compromiso con el que luchó por dominar su temperamento impetuoso, así como por la humildad con la que supo reconocer sus propios límites y faltas.
La riqueza y el valor de su teología no se deben al hecho de haber abierto nuevos caminos, sino que dependen más bien de haber logrado proponer las verdades de la fe con un estilo claro e incisivo, capaz de fascinar a quien le escucha y de disponer el espíritu al recogimiento y a la oración. En cada uno de sus escritos se percibe el eco de una rica experiencia interior, que lograba comunicar a los demás con una sorprendente capacidad de persuasión.
Para él, la fuerza más grande de la vida espiritual es el amor. Dios, que es Amor, crea al hombre por amor y por amor lo rescata; la salvación de todos los seres humanos, heridos mortalmente por la culpa original y cargados con los pecados personales, consiste en adherir firmemente a la divina caridad, que se nos reveló plenamente en Cristo crucificado y resucitado. En su amor, Dios resana nuestra voluntad y nuestra inteligencia enferma, elevándolas al nivel más alto de unión con Él, es decir, a la santidad y a la unión mística.
San Bernardo habla entre otras cosas de esto en su breve pero consistente «Liber de diligendo Deo» (Libro sobre el amor de Dios). Tiene otro escrito que quisiera señalar, el «De consideratione», un breve documento dirigido al Papa Eugenio III. El tema dominante de este libro, sumamente personal, es la importancia del recogimiento interior --y lo dice a un Papa--, elemento esencial de la piedad. Es necesario prestar atención a los peligros de una actividad excesiva, independientemente de la condición y el oficio que se desempeña, observa el santo, pues --como dice al Papa de ese tiempo, y a todos los Papa y a todos nosotros-- las numerosas ocupaciones llevan con frecuencia a la «dureza del corazón», «no son más que sufrimiento para el espíritu, pérdida de la inteligencia, dispersión de la gracia» (II, 3).
Esta admonición es válida para todo tipo de ocupaciones, incluidas las inherentes al gobierno de la Iglesia. El mensaje que, en este sentido, Bernardo dirige al pontífice, que había sido su discípulo en Claraval, es provocador: «Mira adónde te pueden arrastrar estas malditas ocupaciones, si sigues perdiéndote en ellas… sin dejarte nada de ti para ti mismo» (ibídem). ¡Qué útil es también para nosotros este llamamiento a la primacía de la oración! Que san Bernardo, quien supo armonizar la aspiración del monje a la soledad y a la tranquilidad del claustro con la urgencia de misiones importantes y complejas al servicio de la Iglesia, nos ayude a concretarlo en nuestra existencia, en nuestras circunstancias y posibilidades.
Confiamos este difícil deseo de encontrar el equilibrio entre la interioridad y el trabajo necesario a la intercesión de la Virgen, a quien desde niño amó con tierna y filial devoción, hasta el punto de que mereció el título de «doctor mariano». Invoquémosla para que alcance el don de la paz auténtica y duradera para el mundo entero. San Bernardo, en un discurso famoso, compara a María con la estrella a la que los navegantes miran para no perder su ruta. Escribe estas famosas palabras: «En el oleaje de las vicisitudes de este mundo, cuando en vez de caminar por tierra, tienes la impresión de ser zarandeado entre las marolas y las tempestades, no quites los ojos del resplandor de esta estrella, si no quieres que te traguen las olas... Mira a la estrella, invoca a María... Si le sigues a ella, no te equivocarás de camino… Si ella te protege, no tendrás miedo; si ella te guía, no te cansarás; si ella te es propicia, llegarás a la meta» («Homilia super Missus est», II, 17).

miércoles, 19 de agosto de 2009

MISA SOLEMNE Y PROCESIÓN EN HONOR A LA VIRGEN DEL ROSARIO EN LA PARROQUIA DE LUBRE

El pasado sábado 15 de agosto se celebró en la parroquia de Lubre la misa solemne y procesión en honor a la Virgen del Rosario. Concelebró el párroco emérito de Marín D. Ángel Saavedra y cantó el Coro Parroquial de Ares. A continuación vemos el reportaje fotográfico. (Fotos: Almudena).











En la foto siguiente vemos a la izquierda a Juan, el sacristán de Lubre, y a su lado a Alfonso el co-sacristán.



Ambiente al término de la misa y procesión en el entorno de la iglesia.

lunes, 17 de agosto de 2009

MISA SOLEMNE Y PROCESIÓN EN HONOR A LA VIRGEN DEL CARMEN EN ARES (II FOTOGRAFÍAS DE LA PROCESIÓN)

Mostramos hoy las fotografías de la procesión en honor a la Virgen del Carmen del día 9 de agosto en Ares. Una vez embarcados, se rezó una oración por todas las personas que perdieron su vida en el mar y se arrojó una corona de flores en su honra. Al término de la procesión, frente a la iglesia parroquial cantó en honor a la Virgen del Carmen la rondalla "Os Trovadores de Ares". (Fotos: María Eugenia, Xuriñe Blanco y Andrés Rodríguez).















viernes, 14 de agosto de 2009

MISA SOLEMNE Y PROCESIÓN EN HONOR A LA VIRGEN DEL CARMEN EN ARES (I MISA)

El domingo 9 de agosto se celebró en Ares la misa solemne en honor a la Virgen del Carmen y a su término tuvo lugar la procesión hasta el final del paseo marítimo donde se embarcó. En la misa cantó el coro de Ares "Voces Amigas" y actuó como acólito Manolo Vales. Hoy vemos el reportaje fotográfico de la misa y a partir del lunes veremos la procesión. (Fotos: Xuriñe Blanco y María Eugenia).








Escuchamos a continuación el canto final de la misa, "Salve Estrella de los Mares" interpretado por el Coro "Voces Amigas" y la Rondalla "Os Trovadores". (Vídeo: María Eugenia).